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La ronda de los desterrados

10 octubre, 2022 By José Darío Castrillón Orozco Leave a Comment

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Desarraigar humanos ha sido una constante del modo de producción dominante, desde la revolución industrial hasta nuestros días. El afrontamiento de la pandemia desnudó el fracaso del sistema que especializó a unos países en ganar, mientras a otros en perder, así buena parte del mundo se volvió inviable, y la mayoría de su población desechable.

El colapso de los ideales de igualdad, libertad y fraternidad marca la impotencia de la mayoría de los Estados, cuando ni las condiciones mínimas de vida pueden ofrecer. Ahora, el hambre y la enfermedad azuzan a millones de humanos a dejar su hogar y arrojarse al todo o nada de la migración. Cuando no se trata de dejarlo todo por salvar el pellejo dadas las guerras de saqueo que los fuertes han lanzado sobre los débiles, intervenciones militares maquilladas como humanitarias, y dejaron naciones en la edad de piedra. O por el apuntalamiento de gobiernos ilegítimos en organizaciones criminales, para imponer el capitalismo salvaje, donde se despoja a la población de la condición de ciudadanos transmutándolos en víctimas. Claro, el espejismo de la felicidad del consumo, el sueño americano, lanza a rutas inciertas a otros millones de atormentados.

A los factores que expulsan masivamente la población se debe sumar la depredación sobre los ecosistemas, cuya sobreexplotación generó el cambio climático, y ha tornado invivibles cada vez a más territorios.

Si siempre ha habido migraciones, al día de hoy calcula la ONG internacional Oxfam, citando a Naciones Unidas, que el éxodo suma 82 millones de personas, entre refugiados y desplazados (entendiendo por refugiado al que migra a otro país, y por desplazado a quien lo hace dentro del propio). La cifra es alarmante, pero más lo es si se tiene en la cuenta que en 2010 era de 41 millones: en una década se duplicó el tamaño de la migración, y el número no para de crecer.

Así y todo, esos datos poco dicen del sufrimiento de los transterrados. Las rutas del destierro nada tienen que ver con las del turismo, se trata de arrojarse a lo incierto del mar en embarcaciones precarias, o atravesar desiertos, o selvas inhóspitas, o cruzar ríos bravíos… eso sin los implementos adecuados, muchas veces con sólo lo que se tiene puesto, huérfanos de cualquier ayuda oficial, y siempre en manos de bandas criminales. Parece fuera convención internacional entregar la suerte, vida e integridad de los errantes a mafias del tráfico de personas que ejercen sobre sobre ellos todas las formas de dominación, desde la explotación de sus exiguos dineros, a la violencia física, los abusos sexuales, particularmente a las mujeres y niñas, torturas y asesinato.

Calcula la organización de las Naciones Unidas para las Migraciones, OIM, que desde el 2014 al 2022 han perecido en estas travesías 50.000 migrantes, con datos conservadores, dado que la informalidad en que se hacen los tránsitos de desesperados impide registros confiables, por lo cual la cifra es mucho mayor. Todo con la mayor indiferencia de los Estados nacionales, y de la opinión general, que no se conmueve ni con las noticias de los náufragos que perecen en el mediterráneo, o con los que se tragan las selvas, ni con los muertos de sed en el Sahara, ni con los ahogados en el Río Bravo, o los asfixiados en camiones vía a los EEUU, ni con las mujeres violadas en el Darién, ni con los asesinados en esa ruta… Tampoco con la separación de familias que hizo Donald Trump, ni con los niños latinoamericanos esposados. Porque otra fuente de sufrimiento para estos peregrinos contemporáneos es la brutalidad de los agentes estatales que se ensañan contra un expatriado sin defensa.

El éxito del migrante siempre es a un altísimo costo, y con frecuencia consiste en ser sobreexplotado, sufrir la xenofobia, o la deportación.

Colombia no es un país atractivo para los migrantes, por el contrario, ha sido fuente de procesos migratorios que han llenado cárceles y burdeles del mundo con connacionales, o los tiene ejerciendo oficios viles. Sin embargo, en los últimos años ha vivido la llegada de una fuerte ola migratoria de venezolanos, y la presencia de estos y otros errantes en tránsito hacia EEUU.

Por cuenta de este paso hay, otra vez, una crisis humanitaria en el municipio antioqueño de Necoclí, donde cerca de diez mil personas en marcha se encuentran represadas allí, y unos mil deambulan en la indigencia. La capacidad de respuesta del municipio, de 48.000 habitantes, está desbordada.

También está rodando el reportaje que The New York Times hizo la semana anterior describiendo la odisea de cruzar el tapón del Darién para los emigrados, con unas fotografías impactantes porque dan cuenta de lo inhóspito de la ruta, que mantiene interrumpida la carretera panamericana, y del sufrimiento humano.

Ya es crónico el problema. La formula del gobierno anterior fue dejar el asunto en manos de las mafias que se apropiaron del tema, y controlan los territorios de la ruta. Igual que con el narcotráfico, ni el clima, ni la tierra son propicios para tales empresas criminales: Es la debilidad del Estado, cuando no la complicidad, la que fomenta tal tráfico de personas.

El asunto tiene fuente en factores fuera de control para el gobierno colombiano, como las condiciones de vida en los países de origen, las ofertas engañosas de los traficantes, y el espejismo americano, agravado por la falta de relaciones diplomáticas de los Estados Unidos con Venezuela, lo que alimenta la ilusión de los venezolanos en marcha porque calculan que la ruptura diplomática imposibilitará la deportación.

Acaso la única válvula de la crisis se da en la frontera con Venezuela, donde al normalizar las relaciones colombovenezolanas, el paso de migrantes es de un 52% saliendo, y un 48% regresando. Normalizar las relaciones del resto del continente con Venezuela le quitará presión al problema.

Ser migrante no es un delito, por eso no se ha de tratar como un delincuente. Pero la trata de personas sí lo es, y de los peores, por lo cual el gobierno colombiano debe entrar a suplir una carencia arraigada, y recuperar la soberanía sobre las rutas de la migración en el país. Para ello debe cortar la connivencia de funcionarios con las mafias, y así como despliega patrullas jungla contra la insurgencia, debe desplegarlas en la extensión de la ruta, detener la violencia de los criminales, y garantizar la integridad de los desterrados.

Colombia es un eslabón en la ruta, y el presidente Petro debería lanzar una misión diplomática con los países involucrados, especialmente EEUU que es el mayor destino, asegurar la cooperación necesaria para superar la crisis humanitaria, y para el desmantelamiento de las bandas criminales que parasitan a los desterrados. Colombia hoy puede cambiar la vocación de ser santuario de mafias, y devolver la dignidad humana a las masas trashumantes que cruzan el territorio.

José Darío Castrillón Orozco

Foto tomada de: The New York Times

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Filed Under: Revista Sur, RS Desde el sur

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