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Marea negra de antenas parabólicas

16 septiembre, 2019 By Pepa Úbeda Leave a Comment

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La televisión por satélite se ha «desparramado» por el planeta como si de una marea negra se tratase. Sin embargo, como ocurre en demasiadas ocasiones, un avance tecnológico que podría ayudarnos a progresar por caminos como el de la solidaridad se convierte en fuente de un nuevo desastre global.

Repasando viejas noticias, recordé una acerca de un accidente fortuito en el Congo. Si la memoria no me falla, habían muerto abrasadas más de 300 personas en un almacén de carburantes. Según uno de los periodistas que había reseñado el suceso, ocurrió mientras un pequeño grupo de peatones ociosos «robaban» gasolina; no obstante, otros reporteros hablaron de un depósito en mal estado por el que esta manaba. Con todo, a pesar de los esfuerzos y la presteza de algunos presentes, fue imposible evitar que la chispa asesina se llevase por delante a parte del vecindario. Parece ser que muchos de ellos disfrutaban en ese momento de un partido de fútbol mundial vía televisión por satélite y desconocían no solo lo que ocurría sino también el peligro al que estaban abocados. Además de los 300 muertos, no recuerdo el número de los que no alcanzaron la suerte de poder morir.

 

Empecé a deambular hace ya muchos años por países que el común de la gente denomina «exóticos» y que suelen coincidir con aquellos donde una sustancial cantidad de sus habitantes subsisten en la más  degradante de las miserias, nunca constatada por el turista que el neoliberalismo «siembra» por doquier. Al principio me llamaba la atención el enorme «plantío» de antenas parabólicas que se podían divisar en los tejados de construcciones que se asemejaban más a cajas de cartón que a casas tradicionales. Dichas viviendas solían estar divididas en dos «cubículos»; el de delante era un porche donde sus beneficiarios malvivían a lo largo del día y el de detrás, un interior donde intentaban dormir si el estado atmosférico les impedía hacerlo al raso. El baño, si es que había, era otra caja de cartón de tamaño reducido situada en la parte de atrás de la casa, aunque separada de esta.

En todos los países podían encontrarse diferencias en cuanto al modelo de habitáculo proyectado; no en cuanto a la existencia y cantidad de antenas parabólicas.

Es cierto que también visité lugares donde la pobreza era tan extrema que, si querían disfrutar del «paraíso» —que así es como debían de imaginar que era Occidente vía satélite—, tenían que acudir a la taberna del barrio, donde sí que había aparato de televisión. Por el módico precio de una cerveza casera o un ron local —eso dependía del país— podían empezar a preparar su viaje de ida al «nirvana» capitalista. El atractivo en dichas cantinas parecía doble, ya que además de contemplar partidos de fútbol y franjas publicitarias y «telefilms» cuyo visionado provocaba un aluvión de murmullos de admiración, compartían opiniones y reflexiones que engendraban una ensoñación colectiva de matiz intergaláctico.

Pese a todo, no entraré ahora en disquisiciones acerca de la influencia que los avances tecnológicos hayan podido tener en los migrantes a la hora de embarcarse hacia la muerte o, incluso, algo peor: un futuro estremecedor a la conquista de «Utopía». Tampoco entraré aquí, en la influencia que en dicha migración han tenido nuestras políticas de corte neoliberal; sobre todo cuando invadimos un territorio y obligamos a sus otrora residentes a «provocarse un vómito» —hablando metafóricamente— para escapar de las fauces de la barbarie que nosotras mismas hemos creado. Aunque el primero que me viene a la mente es Libia, hay, como todas sabemos, bastantes más.

Insistiré, sin embargo, en el tema de las malditas antenas. Me preguntaba al respecto por qué los propietarios de varias viviendas colindantes no llegaban a un acuerdo para instalar una única antena que sirviese a todos sus usuarios y aligerar así sus muy probables deudas. A pesar de que se me hacía extraño, suponía que se debía a una ausencia de fraternidad y solidaridad, pero nunca intenté confirmarlo.

No obstante, las comunidades donde más a gusto me he sentido son aquellas en las que sus miembros todavía se sienta a la puerta de casa para compartir necesidades e iniciativas revolucionarias —pese a que algunas sean «caseras»— contra dictadores, oligarcas, «trans-» y «multi-» nacionales. Con frecuencia, con una copa de algo al alcance para aliviar sus males o darles carburante a los ideales desplegados en las veladas nocturnas. Recuerdo algunas conversaciones casi en susurros de este tipo en León, Nicaragua, ante una copa de ron. Mis amigas empezaban a «hacer la revolución» la pasada década contra el gobierno dictatorial de «Chaio» Murillo y Daniel Ortega, situación de la que pocos lectores de la prensa oficial tenían noticia por aquel entonces. El ron era excelente y  posiblemente estuviese elaborado con la caña de azúcar que la transnacional de turno quemaba en los campos del país para recolectar el fruto. De esa forma se ahorraban los sueldos de los braceros; no porque fuesen elevados, puesto que pagaban un dólar por un jornal —o por botella de ron, que costaba lo mismo— que duraba 18 horas diarias. ¿O eso me lo contaban los braceros de Guatemala que recogían 40 kg de café diarios a dólar la jornada? Y soy optimista al ofrecer datos, puesto que no era seguro que te contratasen todos los días para su recogida.

Volviendo a aquellos africanos abrasados que ya debían de intuir que los campos de petróleo estaban «secándose» y por eso recogían el combustible con tanto ánimo. Quizás su forma de morir haya sido más ardiente y cauterizada, más instantánea, que agonizar en una patera o desear echarse por la borda desde un barco al que se le niega acogida en todos los puertos del Mediterráneo. Teniendo en cuenta, además, que su deseo de vivir en Europa es consecuencia de nuestra depredación —no dejo de pensar estos días en El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad— y nuestros «mensajes»  televisivos.

Por lo que respecta a nuestros vecinos latinoamericanos, cabría preguntarse por qué prefieren echarse, por ejemplo, desde el «Puente de los Suicidas» en Ciudad de Guatemala o dejarse tirotear —después de haberles pagado a las «mulas» unos ocho mil dólares aproximadamente por entrar en «Trumpalandia»— por la policía gringa frente a las alambradas que separan México de sus países respectivos.

En cualquier caso, cada vez hay más alambradas del norte contra el sur en todo el planeta, porque cada vez somos todos más «sur» mientras que solo quedan unos pocos que son «norte».

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Pepa Úbeda

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Filed Under: Revista Sur, RS Desde el sur

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